lunes, 6 de junio de 2011

MICROCUENTOS. MIREYA KELLER

Ojos azules
 Siempre llamaron la atención. Sus ojos. Azul intenso, como almendras azules. También como las montañas en la noche y las aguas frías del Pacífico. Aun con los años se mantuvieron eficaces. Levantaba una ceja, agrandaba uno de esos ojos que traspasaban, y el mundo se le rendía. Ella lo sabía. Hasta esa mañana que la fueron a buscar. La ambulancia con las luces rojas que parpadeaban en su rostro, el doctor apuntándola desde su traje verde y los enfermeros envolviéndola con una camisa blanca y ajustada, los alertaron.  Sus ojos azules saltaron desde las órbitas y se perdieron en el ruido de la ciudad.

Los perros
Me atemorizan. Digo en voz alta que soy grande y si no corro, no me hacen nada. No me convenzo. Sigo parada en el mismo lugar, sin atreverme a dar un paso. Entonces me mira el perro más grande, el negro. Me mira amigable, como si me entendiera. Yo le creo. Avanzo, como si no tuviera miedo. Él también avanza, sin miedo. Cuando en un segundo abre su bocota y se incrusta en mi pierna, confirmo que ya soy grande para creer en la amistad de los extraños.   
                         
 Una mariposa naranja
 Era un abandono. O una traición. Pero él lo tenía merecido. Años de peleas, de burlas. Y cada vez una promesa nueva que ella sabía no iba a cumplir. Hasta que un día cierra la puerta, por última vez, sin volver la cabeza atrás. Sin historia. Sola en el mundo.
Eso le dijo cuando lo encontró en el bar. Sola en el mundo. Muchos ojos la miran, pero sólo los de él le importan: azul acero. Quizás son demasiado duros para su rostro casi infantil. Él se acerca. Le ofrece algo de beber. Ella acepta. Afuera el frío y la noche crecen.
            ¿Otro trago? – dice él, sobresaltándola. Se había acostumbrado al silencio. La bebida quema su garganta. A él le suaviza la mirada.
            Salen y entran en el  primer hotel. No saben nada uno del otro. Ni siquiera los nombres. Se tocan. Se huelen. La noche se vuelve larga y frenética. Sólo existen ellos poblando de nuevo el mundo. La madrugada los encuentra exhaustos. Ella, en silencio, lo mira dormir: es hermoso, un sueño hermoso, piensa, mientras el sol se posa apenas en su rostro casi de niño, como una mariposa naranja que abre sus alas. Se levanta despacio y sale. Afuera el día está claro, radiante. Ella sonríe y no lamenta nada.

La niña
Frente a Santo Domingo
Óleo sobre chapadur
Rosa Ana Tinti, 1990

El viento mecerá el género grueso con amplias rayas doradas y blancas. Vendrán todos los niños del pueblo y lo rodearán saltando y gritando. Ninguno querrá perdérselo. El circo llega en septiembre, junto con la primavera y el viento. Caritas ansiosas y mejillas rojas por el alboroto y las corridas esperarán que por fin se eleve la última punta y entonces la carpa estará lista. Atrás, las casas del pueblo y las cúpulas solemnes de las iglesias aun dormirán, en completo silencio. Pronto el camión con el alta voz recorrerá las calles empedradas despertando al resto y anunciando la buena nueva. Tres funciones diarias, porque se quedará poco tiempo. Como todos los años. Es un pueblo pequeño.
A la niña le gustan los circos porque son como ojos que dan vuelta por el mundo. Ella vive encerrada. Por eso no se cansa de mirarlo. El cuadro con el circo que está encima de la chimenea siempre enciende su imaginación. La madre acomoda desde temprano su silla de ruedas altas en el living y la deja soñar. Hasta que la oscuridad desciende inclemente y la trasladan a su habitación. 

Ernesto
 Cuatro girasoles
Vincent Van Gogh, 1887

 Los vi en una vidriera del centro. Me sorprendí. Era una reproducción, por supuesto. Los girasoles parecían flotar desvalidos en un pantano azul y verde. Como el que está a la orilla de la zanja donde cayó Ernesto. Entonces el verano terminaba. Todo el horizonte estaba lleno del campo de girasoles que  encubría con ese peculiar manto verde y amarillo el paisaje que se divisaba desde la quinta. Esas vacaciones habían sido muy revueltas. Desde el inicio. El clima, la familia, todo. Hasta que terminó con esa noche sin ruidos ni estrellas. La oscuridad era casi absoluta. En el lugar donde desapareció Ernesto solo quedaron cuatro girasoles, traídos quizás por el viento, desafiantes, casi secos, como si alguien los hubiera olvidado a propósito, como para dejar algo. Tal vez un recuerdo violento.