miércoles, 1 de junio de 2011

El último patio. Mireya Keller

          Necesitaba llegar rápido. Por eso tomé el primer taxi que apareció y le pedí, rápido, encuentre el mejor lugar por donde irnos. Estoy atrasado le dije. Muy atrasado. Y él, que usted sabe señor mucho tráfico y a esta hora. Lo dejo en sus manos, le volví a decir. 
            Esa frase dicha así casi al azar me llenó de tranquilidad. Una extraña tranquilidad. Como si la preocupación obsesiva que me embargaba hasta ese momento no hubiese existido. Me recosté en el asiento y tal vez hasta dormité. Por eso no me extrañé cuando miré por la ventanilla y encontré un paraje desconocido. No estaba aun por completo conciente. Seguro que por eso no extrañé. El chofer manejaba muy concentrado y en absoluto silencio. Al parecer no le importaba otra cosa que observar con extremo cuidado el camino. Una piedra pequeña. Un hoyo a la derecha. Otra piedra. ¿Por dónde andábamos? Se acaba el pavimento. Una nube de tierra seca persigue al auto. Árboles enormes aparecen en el camino. Son álamos. También comienzan a perseguirnos. Le pregunto al chofer si está seguro de que estamos en el buen camino. Porque estoy muy atrasado señor. Se lo recuerdo.
            No hay respuesta. Que es una cuestión de vida o muerte, casi le grito. El hombre está aferrado al volante y parece no escuchar. El camino es abrumadoramente recto. No se ve a nadie. En el horizonte solo los álamos que se juntan. Se abren cuando pasamos. Seguimos. Hasta que aparece un portón grande de hierro. Está abierto. Nos esperan, pienso. Entramos. Y de nuevo el camino polvoriento. Sin árboles. Recto. Hasta llegar a una casa grande y chata. Veja. Las paredes son amarillas y están bastante descascaradas. También están manchadas en muchos lugares. En realidad las paredes son una sola mancha. No se ve a nadie. Entonces el chofer detiene el auto y dice, llegamos. Y yo, que cómo se le ocurre, tenía que estar en otro lado. Le dije que era de vida o muerte. Y él con bastante calma, que es aquí señor, déjelo en mis manos. Otra vez. Esa frase otra vez. De pronto un sudor pegajoso y frío gotea por mi nariz, el bigote, la barba, la solapa, deja una aureola amarillenta en la camisa, se escurre por la corbata y finalmente se detiene en mi mano derecha que está agarrada al pantalón con una fuerza  que desconozco.
            Por fin con gran esfuerzo me bajo. Detrás de mi espalda rígida se cierra la puerta del auto. Sin poder moverme escucho que se aleja. Doy unos pasos y entro en la casa. No es casa. Adentro solo hay patios. Algunos cuadrados, otros rectangulares. Patios conectados por extensos corredores a otros patios. No se ve a nadie. No hay ruidos. Atravieso el primero luego el segundo y otro y otro. Solo mis zapatos resuenan. Hacen como una pequeña explosión en el silencio. Avanzo. Interminablemente. Estoy atrasado. Es de vida o muerte. Esas palabras se disparan sin control y metrallan mi mente. Una y otra vez. Una y otra vez. Estoy atrasado. Hasta que por fin. El último patio. Cerrado por una tapia alta. No puedo ver qué hay del otro lado.
Atrasado. Como siempre. Dice una mujer alta parada bajo una puertita casi escondida en una esquina de la tapia. Estira un brazo muy blanco y delgado hacia mí. Lo espero desde hace un buen rato, vuelve a decir.
            Me acerco con la rigidez en la espalda y el sudor pegajoso que sigue goteando. Le doy la mano. No la conozco.
           

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