miércoles, 1 de junio de 2011

LOS VÁNDALOS. MIREYA KELLER


Santiago de Chile
septiembre, 1987

            La mañana no es clara, como tantas otras, y a pesar del frío afuera, el aire aquí es denso y enrarecido. Abren un poco la puerta y dejan entrar la brisa. El aire continúa enrarecido.
            Las sillas dispuestas muy juntas, una al lado de la otra, en semicírculo, y la gringa alta y delgada en la punta, con su puntero alto y delgado, con la voz segura, con su inglés perfecto.
            La flaca sentada en la primera silla trata de imitarla, pero su voz emite sonidos raros, extraña mezcla de español castizo con criollismo puro en un intento desesperado de apoderarse de este idioma tan esquivo a los que no nacieron con él.
            La joven de ojos asustados que está enfrente no pestañea, no vaya a ser que se le escape alguna de las preciosas palabras.
            En las otras sillas una profusión de pieles con botas elegantes. El aire afuera está muy frío.
            El muchacho alto, el de los ojos burlones, sentado en el fondo, cuenta las últimas noticias. Trabaja en el aeropuerto y todos los días atraviesa la ciudad y cruza al otro lado, ese lugar tan lejano y siniestro, tan ajeno.
            La señora Larrea, de marido Etcheverry, cuenta a quien quiera escucharla – parece que no son muchos – del montón de Etcheverrys que irán esta noche a cenar a su casa.
            El señor del lado – parece que es comerciante – hace esfuerzos cómicos por lo descomunales para sujetar el inglés dentro de su boca, pero las palabras se le ahogan antes de salir, la lengua se le escapa sola. Maldito inglés. Pero ¡es tan importante!
            La señora Larrea dice que qué haríamos si no fuera por el inglés, cómo podríamos entender el mundo, los de allá tan diferentes de los de acá; mejor integrémonos rápido, dice, con los de allá, por supuesto, no vaya a ser cosa que los de acá nos sofoquen.
            La niña de lentes dice que anoche hubo líos en el centro, pero por suerte en estos lados no pasa nada.
            El abrigo de piel gris con rostro hermoso y dientes blancos dice que esos que hacían lío eran unos vándalos.
            El muchacho alto y de ojos burlones agrega que no es cosa buena tanta represión porque desata más odios.
El señor comerciante también cree que deben ser vándalos, si no cómo se explica que saqueen y roben, ¡que entren hasta en los supermercados!
Una rubia que está muda y se sienta justo en el medio de la sala, sigue muda. La gringa en la punta habla en su inglés perfecto, pero tiene cara de que no entiende nada.
La muchacha morena, de modos y ropas discretas, piensa discretamente en cuánto le faltará para llegar al ansiado “allá” y si la gringa cabalgando en su puntero será el mejor camino.
Todos siguen sentados en la misma sala con el aire enrarecido y el frío afuera. Los vándalos están lejos, arrinconados, amontonados, al otro lado de la ciudad. Por suerte no se les ocurre aprender inglés.
El muchacho burlón dice con aire serio que realmente cree que es cosa de oportunidades, de educación, y que ahora ni siquiera eso, ahora es cosa de poder comer.
La señora Larrea, indignada, responde que ella tiene muchos años y experiencia y que la educación nunca arregló nada, porque los pobres son siempre pobres y que lo de la comida es puro cuento de algún grupito que así lo quiere hacer creer, porque en este país siempre hubo de sobra para comer. Es que son unos vagos, eso son,  - y siguió la señora Larrea – la cosa es tener mano dura, y de qué represión me hablan, si hoy en día los pobres hacen lo que quieren, no ven que prenden hogueras en cualquier lado, encienden neumáticos, asaltan supermercados, roban comida, en fin, de qué educación me hablan.
La rubia del medio sigue muda y la gringa parece flotar en el aire enrarecido.
Se abre de golpe la puerta y un brazo pequeño y flaco se estira hasta casi tocar las pieles. Después aparecen, de a poco, unos ojos negros y grandes de susto, una cara pequeña y huesuda, una boca que tiembla, un cuerpo chiquito y amoratado, una niñez vieja, los pies descalzos y el aire frío que entra.
En las sillas ordenadas, una al lado de la otra, los abrigos se erizan, las botas de cuero fino se encogen. El inglés enmudece en la boca de todos y se escapan los más variados criollismos.
La señora Larrea se estremece: ¡son los vándalos! Dios mío. Llegaron.
El brazo pequeño escapa aterrorizado ante el grito que parece de guerra.
Los ojos burlones se pusieron tristes, las señoras de marido Etcheverry y los comerciantes, de luto. Lágrimas en la cara de la rubia, que no dijo ni una palabra. La gringa flaca del inglés perfecto cabalga en su puntero y no entiende nada. Afuera el aire está cada vez más frío.

Buenos Aires,
abril, 2005.

Mireya  Keller

No hay comentarios:

Publicar un comentario